10/9/08

Una suerte de autoayuda


Estábamos trotando con una amiga, temprano por la mañana (y no es que yo sea muy deportista, pero a esa hora es agradable mover el esqueleto) y me rebotó entre los oídos su frase reaccionaria al ver los edificios de oficinas con algunas luces prendidas y las primeras señales de su despertar. “Qué terrible como te están esperando esos edificios”. El tono, entrecortado por el ritmo de la respiración acelerada, era fuerte, pero triste y un hasta poco resignado. A punto de sumarme a la queja y de empezar a despilfarrar mis abundantes críticas hacia la Corporación, la calidad de vida y el ritmo de trabajo santiaguino recordé una cosa, bastante fundamental: que me encanta mi pega.
Sí, me encanta lo que hago. Qué fuerte ¿no? Al menos es diferente, distinto de lo que podemos escuchar o leer acerca de otras personas. De hecho conozco muy pocas personas que realmente disfrutan de lo que hacen y cientos de tantas que odian levantarse en las mañanas, emprender el rumbo al trabajo, sentarse frente a una pantalla, pararse un par de veces para consumir un cilindro nicotinoso, un tazón de cafeína, un par de copuchas y pelambres, extender la hora de almuerzo al máximo, volver al escritorio anhelando una siesta, ver cómo empieza a oscurecer y emprender el retorno. ¿Es esto vida? ¿A quién le puede gustar?
A ver, vamos por parte. A nadie le gusta que suene el despertador, siempre tenemos sueño, en invierno hace frío y está oscuro. Tampoco es agradable transportarse, menos aún en esta ciudad, y con el Transantiago la situación es peor. Lo mismo podemos decir de los escritorios, cafés, cigarros, almuerzos. De todos los elementos anteriores puede surgir una queja. Si la oficina es grande, chica, si el sueldo es bueno o malo, que la gente con que trabajas no te cae bien, que el PC que te pasaron es pésimo, que el almuerzo parece comida de perro. Lo que quiero decir es que nos podemos pasar la vida cual quejicas de la vida misma, en vez de vivirla y disfrutarla.
Todos tenemos problemas, penas, disgustos y quizá ya me esté poniendo como los gurúes que escriben autoayuda, pero quizá estoy cansada de ver caras grises y tristes, automovilistas histéricos que bocinean a quien se les cruce; peatones soberbios que cruzan como si quisieran demorarse más de lo que dura el semáforo; micreros irreverentes que se apropian de la pista que tienen reservada y la del lado, porsiaca; paseantes que sujetan sus mochilas, carteras y maletines con tanta fuerza que muestran sus blancos y tirantes nudillos; cajeras tristes que no miran aunque con tu amplia sonrisa hagas bailar las orejas; gente tanta gente que hacen parecer la vida un sufrimiento y no un regalo.
¡Basta! No más autoayuda
… sólo unas líneas más porque creo que ya dejé claro lo que quería decir. Mi pega me gusta porque quiero que me guste, porque se trata de lo que hago al menos 5 de 7 días a la semana durante casi 12 meses al año. Me gusta porque trabajo para mí y eso me satisface. Porque quiero que mi vida sea buena. Porque, a pesar de todas sus pifias, vivo en un país determinado, con gente determinado, espacios determinados, leyes y derechos determinados, y estoy dispuesta a dedicarle algún tiempo para que sea un lugar mejor. No la copia feliz del Edén, sino un país que sienta mío.
Si queremos que las cosas mejoren nosotros tenemos que mejorarlas. No es que quiera llamar a la revolución, aunque a veces ¡me lleno de un espíritu medio guevarista! Quiero que de una vez por todas seamos capaces de sentir que lo que nos rodea es de nosotros y sólo nosotros podemos cambiarlo, depende de nosotros, nos afecta a nosotros, profita de nosotros y nosotros de él (o ella). Simplemente eso, nosotros valemos, pero solo nosotros podemos hacernos valer.

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